Padrones gyuascomar ‘IOFõpR 15, 2011 13 pagos El Zahir by Jorge Luis Borges En Buenos Aires el Zahir es una moneda común de veinte centavos, marcas de navaja o de cortaplumas rayan las letras N Ty el número dos; 1929 es la fecha grabada en el anverso. En Guzerat, a fines del siglo XVIII, un tigre fue Zahir; en Java, un ciego de la mezquita de Surakarta, a quien lapidaron los fieles; en Persia, un astrolabio que Nadir Shah hizo arrojar al fondo del mar; en las prisiones de Mahdí, hacia 1892, una pequeña brújula que Rudolf Carl von Slatin tocó, envuelta en un jirón de turbante; en a aljama de Córdoba, según Zotenberg, una veta en el mármol de uno de los mil doscientas ilares- en la ‘udería de Tetuán, el fondo de un pozo. ) H bre; el día siete de or 13 junio, a la madrugad e hir; no soy el que S»içxto era entonces pero aú me es ord y acaso referir, lo ocurrido. Aún, siquie ges.
El seis de junio murió ratos, hacia 1930, obstruían las revistas mundanas; esa plétora acaso contribuyó a que la juzgaran muy linda, aunque no todas las efigies apoyaran incondicionalmente esa hipótesis. Por lo demás, Teodolina Villar se preocupaba menos de la belleza que de la perfección. Los hebreos y los chinos codificaron todas las circunstancias humanas; en la Mishnah se lee que, i SWipe page iniciado el crepúsculo del sábado, un sastre no debe salir a la calle con una aguja; en el Libro de los Ritos que un huésped, al recibir la primera copa, debe tomar un aire grave y, al recibir la segunda, un aire respetuoso y feliz.
Análogo, pero más minucioso, era el rigor que se exigía Teodolina Villar. Buscaba, como el adepto de Confucio o el talmudista, la irreprochable corrección de cada acto, pero su empeño era más admirable y más duro, porque las normas de su credo no eran eternas, sino que se plegaban a los zares de París o de Hollywood. Teodolina Villar se mostraba en lugares ortodoxos, a la hora ortodoxa, con atributos ortodoxos, con desgano ortodoxo, pero el desgano, los atributos, la hora y los lugares caducaban casi inmediatamente y servirían (en boca de Teodollna Villar) para definición de lo cursi.
Buscaba lo absoluto, como Flaubert, pero lo absoluto en lo momentáneo. Su vida era ejemplar y, sin embargo, la roía sin tregua una desesperación interior. Ensayaba continuas metamorfosis, como para huir de sí misma; el color de su pelo y las formas de su peinado eran famosamente inestables. También cambiaban la sonrisa, la tez, el sesgo de los ojos. Desde 1932, fue estudiosamente delgada… La guerra le dio mucho que pensar. Ocupado París por los alemanes, ¿cómo seguir la moda? n extranjero de quien ella siempre había desconfiado se permitió abusar de su buena fe para venderle una porción de somb 2 3 ella siempre había desconfiado se permitió abusar de su buena fe para venderle una porción de sombreros cilíndricos, al año, se propaló que esos adefesios _ nunca se habían llevado en paris_ y por consiguiente no eran sombreros, sino arbitrarios y desautorizados caprichos. Las desgracias no vienen solas; el doctor Villar tuvo que mudarse a la calle Aráoz y el retrato de su hija decoró anuncios de cremas y de automóviles. (iLas cremas que harto se aplicaba, los automóviles que ya _no_ poseía! Ésta sabía que el buen ejercicio de su arte exigía una gran fortuna; prefirió retirarse a claudicar. Además, le dolía competir con chicuelas insustanciales. El siniestro departamento de Aráoz resultó demasiado oneroso; el seis de junio, Teodolina Villar cometió el solecismo de morir en pleno Barrio Sur. ¿Confesaré que, movido por la más sincera de las pasiones argentinas, el snobismo, yo estaba enamorado de ella y que su muerte me afectó hasta las lágrimas? Quizá ya lo haya sospechado el lector. En los velorios, el progreso de la corrupción hace que el muerto recupere sus caras anteriores.
En alguna etapa de la confusa noche del seis, Teodolina Villar fue mágicamente la que fue hace veinte años; sus rasgos recobraron la autoridad que dan la soberbia, el dinero, la juventud, la conciencia de coronar una jerarquía, la falta de imaginación, las limitaciones, la estolidez. Más o menos pensé: ninguna versión de esa cara que 3 imaginación, las limitaciones, la estolidez. Más o menos pensé: ninguna versión de esa cara que tanto me inquietó será tan memorable como ésta; conviene que sea la última, ya que pudo ser la primera. Rígida entre las flores la dejé, perfeccionando su desdén por la muerte.
Serían las dos de la mañana cuando salí. Afuera, las previstas hileras de casas bajas y de casas de un piso habían tomado ese aire abstracto que suelen tomar en la noche, cuando la sombra y el silencio las simplifican. Ebrio de una piedad casi impersonal, caminé por las calles. En la esquina de Chile y de Tacuarl vi un almacén abierto. En aquel almacén, para mi desdicha, tres hombres jugaban al truco. En la figura que se llama «oxímoron», se aplica a una palabra un epíteto que parece contradecirla; asi los gnóstlcos hablaron de luz oscura; los alquimistas, de un sol negro.
Salir de mi última visita a Teodolina Villar y tomar una caña en un almacén era una especie de oxímoron; su grosería y su facilidad me tentaron. (La circunstancia de que se jugara a los naipes aumentaba el contraste. ) Pedí una caña de naranja; en el vuelto me dieron el Zahir; lo mire un instante; salí a la calle, tal vez con un principio de fiebre. Pensé que no hay moneda que no sea símbolo de las monedas que sin fin resplandecen en la historia y la fábula.
Pensé en el óbolo de Caronte; en el óbolo que pidió Belisario; en los treinta dineros de Judas; en las dracmas de la 40F 13 de Caronte; en el óbolo que pidió Belisario; en los treinta dineros de Judas; en las dracmas de la cortesana Lars; en la antigua moneda que ofreció uno de los durmientes de Éfeso; en las claras monedas del hechicero de las 1001 Noches, que después eran círculos de papel; en el denario inagotable de Isaac Laquedem; en las sesenta mil piezas de plata, una por cada erso de una epopeya, que Firdusi devolvió a un rey porque no eran de oro; en la onza de oro que hizo clavar Ahab en el mástil; en el flor[n irreversible de Leopold Bloom; en el luis cuya efigie delató, cerca de Varennes, al fugitivo Luis WI. Como en un sueño, el pensamiento de que toda moneda permite esas ilustres connotaciones me pareció de vasta, aunque inexplicable, importancia. Recorrí, con creciente velocidad, las calles y las plazas desiertas. El cansancio me dejó en una esquina. Vi una sufrida verja de fierro; detrás vi las baldosas negras y blancas del atrio de la Concepción. Había errado en círculo; ahora estaba a una cuadra del almacén donde me dieron el Zahir. Doblé; la ochava oscura me indicó, desde lejos, que el almacén ya estaba cerrado.
Insomne, poseído, casi feliz, pensé que nada hay menos material que el dinero, ya que cualquier moneda (una moneda de veinte centavos, digamos) es, en rigor, un repertorio de futuros posibles. El dinero es abstracto, repetí, el dinero es tiempo futuro. Puede ser una tarde en las afueras, puede ser mús s 3 abstracto, repetí, el dinero es tiempo futuro. Puede ser una tarde en las afueras, puede ser música de Brahms, puede er mapas, puede ser ajedrez, puede ser café, puede ser las palabras de Epicteto, que enseñan el desprecio del oro; es un Proteo más versátil que el de la isla de Pharos. Es tiempo imprevisible, tiempo de Bergson, no duro tiempo del Islam o del Pórtico. Los deterministas niegan que haya en el mundo un solo hecho posible, _id est_ un hecho que pudo acontecer; una moneda simboliza nuestro libre albedrío. No sospechaba yo que esos «pensamientos» eran un artificio contra el Zahiry una primera forma de un demoníaco influjo. ) Dormí tras de tenaces cavilaciones, pero soñé que yo era las monedas que custodiaba n grifo. Al otro día resolví que yo había estado ebrio. También resolví librarme de la moneda que tanto me inquietaba. La miré: nada tenía de particular, salvo unas rayaduras. Enterrarla en el jardín o esconderla en un rincón de la biblioteca hubiera sido lo mejor, pero yo quer[a alejarme de su órbita. Preferí perderla. No fui al Pilar, esa mañana, ni al cementerio; fui, en subterráneo, a Constitución y de Constitución a San Juan y Boedo.
Bajé, impensadamente, en Urquiza; me dirigí al oeste y al sur; barajé, con desorden estudioso, unas cuantas esqulnas y en una calle ue me pareció igual a todas, entré en un boliche cualquiera, pedí una caña y la pagué con el Zahir. Entrecerré los ojos, det 6 3 todas, entré en un boliche cualquiera, pedí una caña y la pagué con el Zahir. Entrecerré los ojos, detrás de los cristales ahumados; logré no ver los números de las casas ni el nombre de la calle. Esa noche, tomé una pastilla de veronal y dormi tranquilo. Hasta fines de junio me distrajo la tarea de componer un relato fantástico. Éste encierra dos o tres perfrasis enigmáticas -en lugar de «sangre» pone «agua de la espada»; en lugar de «oro», lecho de la serpiente» y está escrito en primera persona.
El narrador es un asceta que ha renunciado al trato de los hombres y vive en una suerte de páramo. (Gnitaheidr es el nombre de ese lugar. ) Dado el candor y la sencillez de su vida, hay quienes lo juzgan un ángel; ello es una piadosa exageración, porque no hay hombre que esté libre de culpa. Sin ir más lejos, él mismo ha degollado a su padre; bien es verdad que éste era un famoso hechicero que se había apoderado, por artes mágicas, de un tesoro infinito. Resguardar el tesoro de la insana codicia de los humanos es la isión a la que ha dedicado su vida; día y noche vela sobre él. Pronto, quizá demasiado pronto, esa vigilia tendrá fin: las estrellas le han dicho que ya se ha forjado la espada que le tronchará para siempre. Gram es el nombre de esa espada. ) En un estilo cada vez más tortuoso, pondera el brillo y la flexibilidad de su cuerpo; en algún párrafo habla distraídamente de escamas; en otro dice que e flexibilidad de su cuerpo; en algún párrafo habla distraídamente de escamas, en otro dice que el tesoro que guarda es de oro fulgurante y de anillos rojos. Al final entendemos que el asceta es a serpiente Fafniry el tesoro en que yace, el de los Nibelungos. La aparición de Sigurd corta bruscamente la historia. He dicho que la ejecución de esa fruslería (en cuyo decurso intercalé, seudo-eruditamente, algún verso de la Fáfnismál) me permitió olvidar la moneda.
Noches hubo en que me creí tan seguro de poder olvidarla que voluntariamente la recordaba. Lo cierto es que abusé de esos ratos; darles principio resultaba más fácil que darles fin. En vano repetí que ese abominable disco de níquel no difería de los otros que pasan de una mano a otra mano, iguales, infinitos e inofensivos. Impulsado por esa reflexión, procuré pensar en otra moneda, pero no pude. También recuerdo algún experimento, frustrado, con cinco y diez centavos chilenos, y con un vintén oriental. El dieciséis de julio adquirí una libra esterlina; no la miré durante el d[a, pero esa noche (y otras) la puse bajo un vidrio de aumento y la estudié a la luz de una poderosa lámpara electrica.
Después la dibujé con un lápiz, a través de un papel. De nada me valieron el fulgor y el dragón y el San Jorge; no logré cambiar de idea fija. El mes de agosto, opté por consultar a un psiquiatra. No le confié oda mi ridícula historia; le dije que el i 13 consultar a un psiquiatra. No le confié toda mi ridícula historia; le dije que el insomnio me atormentaba y que la Imagen de un objeto cualquiera solía perseguirme; la de una ficha o la de una moneda, dlgamos. poco después, exhumé en una librería de la calle Sarmiento un ejemplar de Urkunden zur Geschichte der Zahirsage (Breslau, 1899) de Julius Barlach. En aquel libro estaba declarado mi mal.
Según el prólogo, el autor se propuso «reunir en un solo volumen en manuable octavo mayor todos los documentos que se refieren a la superstición del Zahir, incluso cuatro piezas pertenecientes al archivo de Habicht y el manuscrito original del informe de Philip Meadows Taylor». La creencia en el Zahir es islámica y data, al parecer, del siglo XVIII. (Barlach impugna los pasajes que Zotenberg atribuye a Abulfeda. ) Zahir, en árabe, quiere decir notorio, visible; en tal sentido, es uno de los noventa y nueve nombres de Dios; la plebe, en tierras musulmanas, lo dice de «los seres o cosas que tienen la terrible virtud de ser inolvidables y cuya imagen acaba por enloquecer a la gente». El primer testimonio incontrovertido es el del persa Lutf Ali Azur.
En las puntales páginas de la enciclopedia biográfica titulada Templo del Fuego, ese polígrafo y derviche ha narrado que en un colegio de Shiraz hubo un astrolabio de cobre, «construido de tal suerte que quien lo mlraba una vez no pensaba en otra cosa y así el rey ordenó que «construido de tal suerte que quien lo miraba una vez no pensaba en otra cosa y así el rey ordenó que lo arrojaran a lo más profundo del mar, para que los hombres no se olvidaran del universo’ . Más dilatado es el informe de Meadows Taylor, que sirvió al nizam de Haidarabad y compuso la famosa novela Confessions of a Thug. Hacia 1 832, Taylor oyó en los arrabales de Bhuj la desacostumbrada locución «Haber visto al Tigre» (Verily he has looked on the Tiger) para s’gnificar la locura o la santidad. Le dijeron que la referencia era a un tigre mágico, que fue la perdición de cuantos lo vieron, aun de muy lejos, pues todos continuaron pensando en él, hasta el fin de sus días.
Alguien dijo que uno de esos desventurados había huido a Mysore, donde había pntado en un palacio la flgura del tigre. Años después, Taylor visitó las cárceles de ese reino; en la de Nithur l gobernador le mostró una celda, en cuyo piso, en cuyos muros, y en cuya bóveda un faquir musulmán había diseñado (en bárbaros colores que el tiempo, antes de borrar, afinaba) una especie de tigre infinito. Ese tigre estaba hecho de muchos tigres, de vertiginosa manera; lo atravesaban tigres, estaba rayado de tigres, inclu(a mares e Himalayas y ejércitos que parecían otros tigres. El pintor había muerto hace muchos años, en esa misma celda; venía de Sind o acaso de Guzerat y su propósito inicial había sido trazar un mapamundi. De ese propósito qu