Casa de muñecas

Casa de muñecas gy xcindyx Aeza6pR 02, 2010 7 pagos La muñeca Nora Helmer Por José María Ridao Hay rasgos en Nora Helmer, la protagonista de Casa de muñecas, que recuerdan a los de Emma Bovary, lo rmsmo que existen no pocos paralelismos entre el escándalo que, en 1879, provocó el estreno de Ibsen y el que desencadenó la publicación de la novela de Flaubert. Mientras que en este último caso la sociedad francesa, y por extensión europea, se negaba a ver representado el adulterio, en el de Casa de muñecas el rechazo era de otra índole: Nora Helmer, cuya banalidad es comparable a la de Emma

Bovary, no rompe los lazos de familia para realizar sus sueños románticos, sino para con uistar su inde endencia como ser humano. Ambos pe sus comienzos, ora o de superfluo, a no ser por una sing r S»ipeto como un adorno que azar en concederles. Además, tanto Emm nfrentarse, desde su superficialidad, a I pone el demoledor contraste entre el ideal y la realidad. En una lectura desatenta parecería que mientras Emma Bovary se ha dejado ganar por el ensueño del amor romántico, imposible de realizar en el seno de un matrimonio como el suyo, Nora Helmer parece conforme con su vida de mujer felizmente casada.

A Swipe to View nexr page A diferencia de lo que le sucede a Emma, su marido no sólo la quiere, sino que, además, la desea: Ibsen se adelanta a su tiempo, incluso, al hacer que aflore la base carnal que subyace en un matrimonio tan convencional como el de los Helmer. pero la felicidad de Nora, su conformidad con la vida que le ha tocado en suerte, no significa que, como Emma, no se haya entregado a un ideal, ni que ese ideal no sea, en último extremo, la causa del drama que refleja Casa de muñecas.

El genio de Ibsen reside, en buena medida, en la habilidad con la que oculta que, lo mismo que el personaje de Flaubert, también el suyo es esclavo e una idea preconcebida, de un prejuicio, de un ideal. Si Emma idolatra abiertamente el amor romántico, según lo describen poetas y novelistas, el ídolo secreto de Nora pasa desapercibido precisamente porque Ibsen lo exhibe desde el arranque mismo de la obra. Helmer mima a su mujer, vive para ella, se preocupa por su bienestar, la cubre de regalos y atenciones, se muestra enamorado.

Incluso los problemas económicos que atravesó la pareja van a desaparecer de inmediato, puesto que la acción de Casa de muñecas arranca en el momento en que Helmer, repuesto de una grave enfermedad, ha sido nombrado director de un banco. ara subrayar la imagen de una convivencia fellZ, Ibsen sitúa la obra en la víspera de Navidad. Tantas subrayar la imagen de una convivencia feliz, Ibsen sitúa la obra en la víspera de Navidad. Tantas escenas ilustrando la armonía de la vida familiar esconde, en realidad, aquello mismo que el lector tiene ante sus ojos: la idealizaclón, no del amor romántico, sno del matrimonio.

A medida que avanza el argumento de Casa de muñecas, Ibsen va mostrando de manera cada vez más descarnada los turbios cimientos que sustentan la plácida existencia de una familia de la burguesía. La totalidad de los personajes van dejando asomar us respectivas caras ocultas. Nadie es como parece, por más que, al entrar en el salón de los Helmer, parezcan acomodarse a unas reglas, a unas leyes que parecen falsas. Ibsen presenta a Nora a través de una mentira inocente: niega ante su marido haber comido golosinas.

El doctor Rank, el fiel y constante amigo de Helmer, le oculta a éste que padece una enfermedad terminal y, al mismo tiempo, el amor secreto que siempre ha sentido hacia Nora. La señora Linde, por su parte, va descubriendo poco a poco una vergonzante decisión de su pasado, como es la de haber abandonado al hombre que amaba para casarse con otro que ólo le ofrecía seguridad material; una opción inútil, por lo demás, porque enwuda pronto y regresa a la mlsena de la que pretendía huir.

Incluso el perverso procurador Krodstag, lleno de ira contra miseria de la que pretendía huir. Incluso el perverso procurador Krodstag, lleno de ira contra los Helmer, acabará mostrando otra faz, una faz humana en este caso. Ibsen administra con excepcional sabiduría la auténtica dimensión de las mentiras de Nora: negar que ha comido golosinas es sólo el indicio de una falta más grave a la verdad, aunque amparada bajo la sombra protectora de una buena causa.

Nora ocultó a todos ue el dinero que les permitió emprender el viaje al Sur gracias al cual Helmer, se marido, se recuperó de la enfermedad, procedía de un préstamo en el que había intervenido el procurador Krodstag. Helmer odia por igual la mentira y el recurso al préstamo, lo que coloca a Nora en el terreno de los secretos inconfesables. Cuando le pidió el dinero a Krodstag lo hizo sólo para salvar a Helmer; cuando, después, calla sobre la existencia de esa deuda y, por tanto, queda a merced de Krodstag, que la somete a un implacable chantaje, lo hace una vez más por un fin superior: salvar su matrimonio.

Pero aún hay más: Nora legó a falsificar las firmas del documento de crédito, aunque como en los casos anteriores por un motivo noble: evitar que su padre, anciano y enfermo, conociera sus dificultades. Eran aún los tiempos en los que la mujer no tenia reconocida la plena capacidad legal, y debía contar con la autorización del padr mujer no tenía reconocida la plena capacidad legal, y debía contar con la autorización del padre o el marido para realizar cualquier tipo de negocio.

Ahí es donde comienza el drama de Nora, puesto que las dificultades que atraviesa el procurador Krodstag proceden de un delito idéntico al suyo, falsificar unas firmas, lo ue le había acarreado la pérdida del empleo y la ruina definitiva de su reputación. Ibsen traza un inquietante paralelismo entre las reacciones de Nora al saberse descubierta y las del procurador: la manera en la que éste, un apestado social, la va tranquilizando con respecto a sus sentimientos de vergüenza y a la tentación del suicidio, tenía por fuerza que sobresaltar a quienes, entonces, consideraban el matrimonio como una institución sagrada.

La experiencia de un estafador sirve también para una esposa: «La mayoría —dice Krodstag, dando por descontado que Nora forma arte de los suyos- pensamos en eso al comienzo». Cuando Nora comprende que Krodstag ha logrado cerrarle todas las salidas, y que, en consecuencia, el desenlace de su precaria situación parece inevitable, se confía a la señora Linde y le dice que, pese a todas las adversidades, confla en un milagro.

La maestría de Ibsen hace creer que, en efecto, la señora Linde, vieja amiga de Nora, será el instrumento del que se valdrá la fortuna, el medio por el señora Linde, vieja amiga de Nora, será el instrumento del que se valdrá la fortuna, el medio por el que el chantaje de Krodstag quedará sin efecto. La casualidad, como un deus ex machina, se pone en funcionamiento, y el lector se deja ir confiado: el amor de juventud al que traicionó la señora Linde era el procurador Krodstag, con el que retoma la vieja relación y ante quien intercede a favor de Nora.

El chantaje se desactiva, el drama parece conjurado: el milagro, se diría, ha tenido lugar. Sin embargo, el genio de Ibsen depara una sorpresa, que es la que hace de Casa de muñecas una obra literaria excepcional. Las mentiras de Nora, igual que la falsificación de las firmas, dejan al descubierto la distinta naturaleza del amor que ella iente hacia Helmery del amor con el que es correspondida. por lealtad a su marido, Nora ha sido capaz de la mentira y el delito. Helmer, por su parte, la repudia cuando teme que se puede ver comprometido.

Pero al pasar el peligro para él, al suceder el falso milagro, le ofrece seguir siendo su alondra, su ardilla, su chorlito, esto es, todos los nombres ridículos con los que se dirigía a ella. Es ahí donde el auténtico milagro tiene lugar: las máscaras caen de repente. Nora, desengañada, le anuncia a Helmer su deseo de abandonar la familia. Helmer le recuerda, por su parte, «los deberes más sagrad eseo de abandonar la familia. Helmer le recuerda, por su parte, «los deberes más sagrados» de una mujer, como esposa y como madre.

Nora es concluyente en su réplica: ‘Tengo otros deberes igualmente sagrados». Su antiguo ideal se ha venido abajo. «He descubierto -dice Nora- que las leyes son distintas a las que yo pensaba; pero me resulta imposible concebir que esas leyes —las leyes que rigen en una casa de muñecas- sean justas». El escándalo que provocó el estreno de Ibsen fue equivalente al que, en su día, desencadenó la publicación de Madame govary, y la razón es clara: se trata de obras de la misma estirpe.

Obras ue desafían los límites que imperan en una sociedad, obras que enfrentan al individuo -en este caso, a las mujeres- con un ideal que se traiciona al mismo tiempo que se proclama y que, en definitiva, solo sirve para justificar una de las mayores perversiones de la moral: convertir a las víctimas en culpables. Emma Bovary se rebeló contra su destino y no alcanzó a ver otra salida que el suicidio. Apenas medio siglo más tarde, Nora encuentra en la renuncia a su marido y sus hijos, en la renuncia al matrimonio y la familia, el único camino para dar algún sentido a su condición, no ya de mujer, sino de simple ser humano.